Cuando te conviertes en el padre de tu madre.
Hay algo muy duro en esta vida que es el presenciar la vejez de un ser querido.
Ese ser querido que siempre te ha cuidado, escuchado, apoyado.
Que te llama para ver si estás bien, te congela taperwares para que te alimentes, te cose algún que otro botón de la camisa.
Es muy duro verla dependiente, con miedo ante la incertidumbre, con miedo a enfermar.
Ante todo esto, solo tienes dos Caminos:
El del egoísmo y ver la situación como la de una madre “tirana” que es la culpable de que no quedes con amigos, no viajes, o no estés de cena con este o aquel.
O el de tener un proyecto bonito. El de la paz y el amor. El de acompañar a tu ser querido en este trance, el de decirle eso que tantas veces hemos escuchado de su voz, “no te preocupes por nada”, “mientras yo viva, a ti no te va a faltar de nada”, “estamos juntos en esto y yo no te voy a dejar”.
De uno depende el como vivas la situación.
Yo he decidió vivirla de la segunda manera.
Ir a verla con mucha frecuencia.
Aprovechar esos sábados por la tarde para charlar, para contar, para preguntar, para contestar una y mil veces lo mismo.
No es su inseguridad. No es molestia. No es senilidad… es su miedo, su miedo a la incertidumbre, su miedo a enfermar y ante el miedo, lo único que vale, es el coraje y la madurez de la persona que la acompaña.
Así que espero que durante mucho tiempo, pueda disfrutar de estas visitas tan hermosas, tan llenas de paz, con tanto amor y es que sin saberlo, me he convertido en el padre de mi madre.
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