Y se abría la
puerta.
Siempre
pasaba lo mismo y siempre era a la misma hora.
Cuando se
abre la cuarta dimensión, cuando se producen los viajes astrales, cuando los
muebles crujen y oímos en el silencio... la puesta siempre se abría.
Era un sonido
metálico, de bisagra poco engrasada, de aire en frío en la cara, pero siempre
sonaba, a la misma hora, y la puerta, siempre se abría.
El joven
Adrián decidió encontrar el porqué, descubrir el cómo, y tuvo que ausentarse de
sus tierras y de esa puerta que, cuando al acostarse cerraba, siempre amanecía
abierta.
Cogió su
caballo y emprendió viajes a la montaña, la montaña de la sabiduría, la montaña
de los 5000 metros, la montaña donde estaba ubicado el monasterio, el
monasterio de los monjes Templarios de Cristo, donde estaba fray Teodoro,
erudito de la época, médico, hombre de Fe, conocido por su valor ante su
oposición a La Inquisición, a la hoguera, a la quema de mujeres y niños y a la
destrucción de la poca cultura que existía en la época.
Cuando llegó a la montaña la nieve cubría
toda la piedra viva, no había ni una brizna de hierba. El joven Adrián
cubierto con los ropajes más abrigados que poseía llegó al portalón del viejo
monasterio. El aire de las montañas cortaba la piel de su rostro y sus
manos engarrotadas apenas tuvieron fuerzas para llamar otra vez al llamador.
El monje más anciano del pequeño
monasterio fue el encargado de recibirle. Asombrado por la inesperada
visita invitó a entrar al valiente viajero. Aunque sabía que nadie pasaba
por allí sino era por algún motivo. Aquel monasterio no estaba en mitad
de ninguna parte. Quien llegaba es que buscaba sus muros.
Adrián no tardó en dejar claro sus
intensiones. ”Necesito verle". No hizo falta dar más
explicaciones. El monte aún con su vista octogenaria pudo ver el colgante
brillando tras los ropajes cubierto de frío, nieve y cansancio. El viejo
le invitó a descansar y un poco antes de la cena prepararía el encuentro.
El joven insistió y su acompañante con sus pies cansados lo acompañó hasta una
gran sala. ”Anunciaré tu llegada" Dijo mientras se perdía por el
pasillo y dejaba al viajero junto al crepitar de la chimenea.
Su rostro ya tenía cierto color y sus
manos resucitaron del frío. Se giró al escuchar los pasos de las sandalias.
"Esperaba tu visita"
"yo en cambio esperaba no tener que
volver, en cambio en los último tiempos vuelvo a estar inquieto, vuelvo a tener
la sensación de no estar solo en casa, de que desconocidas visitas
llegan en la noche sin decir nombre ni motivos. Creo que mi mente vuelve a
perderse."
"No hijo mío, no estas perdido.
Necesitábamos tu ayuda de nuevo"
El desconcierto abrazó la mente del
muchacho. Una fuerte punzada le recorrió todo su cuerpo, de pronto los
olores y los colores del lugar no les eran desconocidos y una confortable
sensación de hogar hizo expandir su bienestar.
El hombre con el que hablaba portaba un
colgante similar al suyo. Le hablaba de cosas que no entendía demasiado
pero que les eran familiares, por libros que había que tenía en casa y por
cuadros que heredó de su padre.
La conversación los llevó a uno de
los rincones de la sala. El monje abrió una estantería demasiado grande y
pesada para creer que fuera capaz de desplazarla pero lo consiguió...
Dejó caer una especie de manta, el polvo
acumulado impidió ver a primera vista lo que quería mostrarle pero a
penas un instante después pudo ver el brillo del acero, el dorado de los
escudos, La cruz, la espada y el terciopelo de los ropajes.
" Te han estado esperando demasiado tiempo.
El acero y el fuego te esperan. Y sabemos... tenemos la certeza que
ninguno de los nuestros tiene el acero tan afilado ni un corazón tan impasible
como el tuyo. Tenemos demasiado impíos a los que conducir por el camino
de nuestro Señor".
Adrián en silencio, absorto por los
acontecimientos no dijo gran cosa, solo alcanzó a agarrar con fuerza la
empuñadura de aquel acero... No tardó en teñirlo de rojo sangre.
Y se abría la
puerta.
Siempre
pasaba lo mismo y siempre era a la misma hora.
Cuando se
abre la cuarta dimensión, cuando se producen los viajes astrales, cuando los
muebles crujen y “oímos en el silencio”... la puerta siempre chirriaba y
siempre se abría.
Era un sonido
metálico, de bisagra poco engrasada, de aire en frío en la cara, pero siempre
sonaba, a la misma hora, y la puerta, siempre se abría.
El joven
Adrián decidió encontrar el porqué..., descubrir el cómo..., y tuvo que
ausentarse de sus tierras y de esa puerta que, cuando al acostarse cerraba,
siempre amanecía abierta.
Cogió su
caballo y emprendió viajes a la montaña, la montaña de la sabiduría, la montaña
de los 5000 metros de altitud, la montaña donde estaba ubicado “el monasterio”,
el monasterio de los Monjes Capuchinos, el monasterio donde estaba Fray
Teodoro, erudito de la época, médico, hombre de Fe, conocido por su valor ante
su “oposición a la hoguera”, a la quema indiscriminada de mujeres, hombres
y niños, de jóvenes y ancianos, a la quema y destrucción de la poca
cultura que existía en la época.
Fue un viaje
peligroso. Las bajas temperaturas y el hambre voraz de los lobos no lo dejaban
dormir. El crujir de ramas de pisadas de asesinos y delincuentes tampoco. Un
hombre sin caballo en esas tierras solo podría sobrevivir unos días, y él lo
sabía.
Llegó un día
antes de lo esperado y pidió hablar con Fray Teodoro, el monje guerrero.
Estaba
retirado en una celda, cerca de la biblioteca, cerca de los comedores, con un
patio interior, viviendo de una manera mísera.
Adrián se
presentó. Le mostró respeto y le contó el motivo de su viaje.
Fray Teodoro
lo escuchó. No lo interrumpió.
Su aspecto
era frágil pero la edad y la enfermedad no le habían arrebatado su mayor tesón,
su cultura y su saber.
“Cada noche,
cuando se abren las puertas de la 4ª dimensión, siempre siento un aire frío en
la cara y siempre oigo chirriar la puerta...”, comentaba Adrián.
Fray Teodoro
lo escuchaba, le preguntaba, “quizás una corriente de aire...”, “quizás la
humedad en el ambiente...”, pero la llama de la vela siempre estaba vertical y
nunca se mecía frente al aire frío que recorría noche tras noche su cara.
Al final,
Fray Teodoro, después de mucho pensar, solo pudo contestar y afirmar lo que
solo pueden contestar los grandes, los que están por encima del juicio de los
mortales, los no temerosos, los que parecen impasibles ante los juicios de los
mortales, los sabios y eruditos, y le contesto...“no lo sé”.
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