Erase una vez que se era, en un bosque tupido lleno de árboles altos, verdes y frondosos, con un cielo azul lleno de nubes y de pájaros, con un arcoíris gigante y muy colorido, en una tierra donde nunca llovía ni hacía viendo, habitaba un hada.
Solo hablaba con los animales del bosque, con los árboles altos, verdes y frondosos, con las nubes blancas sobre un cielo azul intenso, de aquello que le gustaba y apasionaba.
Al atardecer subía a la montaña y cenaba con ella. Sólo prometía a la luna y vivía con tal armonía y belleza que era imposible no enamorarse de Theres, nuestra hada.
Todos la amaban. Los pájaros la despertaban, los árboles la protegían, las nubes la distraían, la montaña la ansiaba y la luna, siempre la escuchaba.
Ella preguntaba y todos contestaban. Ella escuchaba y ellos le hablaban, y así día tras días, atardecer tras atardecer y todos se acompañaban.
Los árboles se la disputaban. Los pájaros le cantaban. Las nubes la amaban. La montaña la esperaba y la luna no hablaba, simplemente, la escuchaba.
El hada decidió abandonar su vida de mil años en el bosque, decidió ser mortal para poder tener un hijo... al que ansiaba... y para evitar que algo malo le pasara, el árbol que más la amaba se convirtió en perro para estar a su lado y no perderse de ella... nada.
Y nada cambió. Su hijo la quería, su familia la buscaba, sus amigos la distraían, un hombre la amaba y ella cuando podía, acudía a la montaña para hablar con la luna... que siempre y simplemente, la escuchaba.
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