Carmen era sordociega y vivía con su hermana
de avanzada edad, quien cuidaba de ella.
Tenían un lenguaje entre hermanas
no estandarizado, pero que les servía para comunicarse mínimamente y entre este
lenguaje, y los muchos años de convivencia, llegaban a entenderse.
El problema de Carmen fue cuando
su hermana enfermó y sus sobrinos decidieron ingresarla en una residencia.
Estaba en un sitio que no
conocía. Cuando deambulaba por la misma, se perdía. Estaba bajo el cuidado de
unas auxiliares que no conocía, que no sabían, ni podían comunicarse con ella.
Carmen necesitaba conocer, necesitaba
comunicarse con su nuevo entorno, conocer su residencia, conocer a sus
cuidadoras, pero las auxiliares “no tenían posibilidad de dedicarle mucho
tiempo”... y es que por cada 15 residentes había una auxiliar...
Y no es que no quisieran, es que
no podían...
La llevaban al comedor pero ella
no sabía dónde estaba. Le ponían su comida pero ella no sabía lo que comía. La
dejaban en una sala largas horas sentada pero ella no paraba de pensar y al
final, pasó lo que nunca debió pasar, la sordociega se comunicaba con el
lenguaje de la frustración, el de los chillidos, los manotazos..., era la única
manera que ella conocía para decir, “no me encuentro bien, no sé donde estoy,
no sé quiénes sois ni lo que queréis de mi...”
Visité la residencia con la
especialista en sordoceguera y valoramos a la sordociega.
Con una emisora FM no mejoraba su
audición.
Hablamos con la directora del
centro y nos ofrecimos a darles formación, una mañana, a las auxiliares que
trabajaban en dicha residencia directamente con Carmen pero nos contestaron
“que no era posible, que las auxiliares debían de trabajar, que quién iba a
atender a los ancianos...” y todo fueron excusas.
Contactamos con su sobrino.
“Vamos a llevarla a un centro para ver el tema de un audífono, vamos a
atenderla en baja visión para ver si puede ver un poco mejor, vamos a hacer
fuerza en la residencia para que nos dejen formar a las auxiliares que la
atienden...”, pero el sobrino también tenía sus obligaciones: una madre enferma
por atender, un trabajo, una casa y una familia de la que encargarse.
La imagen de Carmen siempre en mi
mente será la misma. Sentada en un sillón, muy arreglada, con su bolso en la
mano, “como esperando al autobús, al autobús de la comunicación y del
entendimiento” hasta que un día, en una visita rutinaria a la residencia,
Carmen ya se había subido a ese autobús que se te lleva de esta vida.
El sentimiento que nos quedó con
Carmen es que siempre podríamos haberlo hecho mejor, que siempre hubiéramos
tenido un nuevo camino por recorrer, una nueva idea que concebir... pero ya no
había tiempo, ni de mejorar, ni de recorrer, ni de concebir.